lunes, 10 de enero de 2011

Embriones


José Ramón Ayllón

Incluso en la duda habría que respetar

Hoy asistimos a un importante progreso en los conocimientos biomédicos sobre el origen, la naturaleza, las patologías y los tratamientos de la vida humana. Pero también constatamos el perfeccionamiento de las técnicas para manipularla y suprimirla. Conviene recordar, por ello, que la investigación biomédica y sus posibilidades técnicas no están justificadas a cualquier precio, de la misma manera que una buena investigación policial no justifica la tortura, y que la necesidad de ganar dinero tampoco justifica el robo o la venta de droga.

El problema de la manipulación y eliminación de embriones consiste en saber si son o no son personas. Quienes niegan la condición personal del embrión aducen que ser persona es tener autonomía vital y capacidad de relación inteligente. Pero eso les pone en la difícil tesitura de negar la condición personal no sólo al embrión, sino también al recién nacido, al deficiente mental profundo y al hombre que duerme. Quienes afirman la condición personal del embrión aportan el testimonio de la biología: el óvulo fecundado tiene individualidad genética y es capaz de presidir su propio destino hasta la vejez y la muerte natural. La biología pone así de manifiesto la verdad de una intuición universal: que el embrión es un ser humano en estado embrionario.

Por eso, la investigación biomédica debe renunciar a intervenir sobre embriones vivos si no existe la certeza moral de que no se causará daño alguno a su vida y a su integridad. Los embriones vivos merecen el respeto que se debe a cualquier persona humana, y tanto crearlos como mantenerlos en vida para fines experimentales o comerciales es contrario a la dignidad humana. Incluso si ponemos en duda el estatuto humano del embrión, esa misma duda tiene una enorme fuerza argumental: ¿no será el embrión una persona llamada a la autonomía y al protagonismo de su propia vida? Podrá discutirse. Habrá que sopesar los argumentos. Pero si algo está claro es que, en la duda, es obligatorio respetar: nadie puede disparar en el bosque cuando duda si lo hace sobre un hombre.

sábado, 8 de enero de 2011

La sorpresa de Le Monde



Diego Contreras
laiglesiaenlaprensa.com

A los Oscar por Francia

El diario francés Le Monde muestra una gran sorpresa al constatar el triunfo de taquilla de una película que trata de siete monjes franceses. No le falta razón al diario parisino, pues en “Des hommes et des dieux”, de Xavier Beauvois, no revientan helicópteros ni se incendian gasolineras… Es una película lenta, con pausas, narrada en forma sencilla, sobre los siete monjes asesinados en Algeria en 1996. No se trata de la historia de la tragedia, sino de una reflexión sobre las razones que les llevaron a permanecer en el monasterio a pesar de las amenazas.

El diario informa que la película fue distribuida en 256 cines de Francia. En la primera semana ocupó el primer puesto en el box office (468 mil espectadores), por encima de “Salt” o “Inception”. Visto el éxito, en la segunda semana los cines fueron 424 (y los espectadores 481 mil). Hoy los cines que ofrecen el film son 464. Aumentar tres veces el número de cines no es normal para una película de este tipo. Las perspectivas son muy alentadoras: después de haber triunfado en Cannes, el film será un buen candidato a los premios “Cesar” franceses y representará a Francia en los Oscar.

Pero ya se sabe que el éxito de crítica (Cannes) no garantiza el éxito de público. En este caso, parece que la clave está siendo –según Le Monde– el “público católico”, que va poco al cine pero que se está movilizando en este caso. En opinión de un eclesiástico citado por el periódico, “la película plantea preguntas críticas sobre el sentido de la vida, la fraternidad, las relaciones con el Islam. Creyentes y no creyentes se sienten interpelados por un film que tiene diversos niveles de lectura”.

domingo, 2 de enero de 2011

Hacerse capaz de querer lo que Dios quiere


Juan Manuel Roca

La fe no es evidente

Ciertamente, cuando se descubre la voluntad de Dios, no se puede hacer cosa mejor que querer lo mismo que Él. Pero no como quien acepta un destino fatal, o se resigna con una imposición que no puede soslayar: los planes de Dios son los mejores que podríamos imaginar para nuestra vida: nadie nos ama más que el Amor, y nadie acierta más que la Sabiduría infinita. Por eso la respuesta adecuada a ese descubrimiento es amar la voluntad de Dios, fundir mi voluntad con la suya. Es lo que expresaba el autor de Camino al escribir: "Jesús, lo que tú "quieras"... yo lo amo" (n. 773).

Hay tres caminos por los que pueden fundirse las voluntades: queriendo la misma cosa; queriéndola por el mismo motivo; amándola con idéntico amor (Santo Tomás, De Veritate, q. XXIII, a. 7).

Querer lo mismo. Para querer lo que Dios quiere, sería necesario conocer siempre cuál es su voluntad precisa: sólo en la medida en que la conocemos somos responsables de cumplirla. Sin embargo la Voluntad divina no se nos desvela plenamente aquí en la tierra. Si supiéramos con certeza absoluta, inequívocamente, que Dios nos llama no seríamos moralmente libres para decir que no; estaríamos obligados y poco mérito tendría nuestra decisión, poca fe y poco amor necesitaríamos poner en juego...

Pero el Señor sí nos ha revelado las grandes vías que recorre su amor hacia nosotros: en último término sus mandamientos. Los mandamientos son una barrera, un límite para el amor egoísta: eso sabemos con toda certeza que no es lo que Dios quiere. Dos amores construyeron dos ciudades –escribía San Agustín–, el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, la celestial.
Con el amor divino

Querer por el mismo motivo. Si no es posible saber siempre el querer de Dios, sí está en nuestras manos, en cambio, querer como quiere el Señor, es decir, poniendo su bondad como fin y motivo de todo amor. Amando a Dios con amor absoluto, sobre todas las cosas, se logra la identificación con el querer divino que es posible alcanzar en esta vida. La enseñanza de Nuestro Señor es que Dios ha de ser nuestro principal amado (Mt 10, 37; Lc. 14, 26). Sólo Dios merece ser amado absolutamente y sin condiciones; todo lo demás debe serlo en la medida que es amado por Dios.

Querer con idéntico amor. El amor de Dios debe ser la regla de todas las acciones humanas. Del mismo modo que los objetos que construimos se consideran correctos y ultimados si se ajustan al proyecto trazado previamente; también cualquier decisión y acción humana será recta y virtuosa cuando concuerde con la regla divina del amor. La caridad –que nos hace participar del mismo amor con que Dios ama– ordena y transforma al cristiano. El amado se encuentra en el amante: El que ama a Dios, en cierto modo lo posee; y es propio del amor transformar al amante en el amado.

jueves, 30 de diciembre de 2010

La prueba del dolor



Alfonso Aguiló
www.interrogantes.net

Demasiada exigencia

"Yo siempre he sido considerado en mi ambiente profesional –me decía no hace mucho un viejo amigo– como una persona muy exigente. Me he exigido siempre mucho a mí mismo y he exigido también siempre mucho a los demás.

"Me costaba mucho comprender que había gente a la que no le era posible seguir mi ritmo, y a veces, tengo que reconocerlo, los maltrataba. Y en casa me pasaba un poco igual. Echaba en cara las cosas a mi mujer y a mis hijos con muy poca consideración.

"Y tuvo que venir la enfermedad, y luego aquellos problemas serios en el trabajo, para que empezara a entender que la vida no era tan simple como yo me la había planteado.

"La verdad es que he funcionado siempre como un triunfador, rebosante de salud y de éxito profesional, y, sin darme casi cuenta, menospreciaba a los demás. Pensaba que, si ellos no lograban lo que lograba yo, era simplemente porque a ellos no les daba la gana esforzarse como yo lo hacía.

"Pensaba así hasta que empecé a sentir en mis carnes todo ese sufrimiento, a notar en mi vida el peso de esa carga. Fue entonces cuando comencé a reparar en que los demás también sufrían, que en la vida hay mucho sufrimiento de muchas personas. Y comprendí que pasar sin consideración por delante de ese dolor es algo realmente indigno.

Los otros también sufren

"He empezado a dormir mal, y ahora tengo mucho tiempo para pensar. Al principio me enfadaba, pero pronto me di cuenta de que con pataleos no arreglas nada: ni te duermes ni resuelves lo que te preocupa. Es curioso, pero antes yo era muy irascible, y ahora, en cambio, me he vuelto bastante sereno y comprensivo. Creo que esto que me ha pasado ha marcado una nueva etapa en mi vida.

"A mí, el dolor me ha curtido el alma, me ha hecho entender un poco mejor a los demás. Antes, yo apenas había tenido problemas serios y juzgaba a los demás con dureza y frialdad. Ahora, todo lo veo de modo distinto. Ya no grito a mi secretaria ni me peleo con mi mujer o mis hijos."

Recordando el relato de aquel joven y brillante ejecutivo, pensaba en el distinto modo en que reciben las personas el dolor. A unos les mejora y a otros, en cambio, les desespera. Y pensaba en la enseñanza que esta persona obtuvo: que hay que comprender mejor a la gente, pues quienes nos rodean son personas que también sufren, y eso siempre es duro; y que hay gente que lo pasa mal, y quizá en parte por culpa nuestra, y que todo hombre debiera detenerse siempre junto al sufrimiento de otro hombre y hacer lo posible por remediarlo.
Imposible de evitar

El dolor es una escuela en donde se forman en la misericordia los corazones de los hombres. Una escuela que nos brinda la oportunidad de curarnos un poco de nuestro egoísmo e inclinarnos un poco más hacia los demás. Nos hace ver la vida de una manera especial, nos muestra un perfil más profundo de las cosas. Nos lleva a reflexionar, a preguntarnos por el sentido que tiene todo lo que sucede a nuestro alrededor. El hombre, al recibir la visita del dolor, vive una prueba dentro de sí: es como un pellizco que detiene el curso normal de su vida, como un parón que le invita a reflexionar. Por eso se ha dicho que toda filosofía y toda reflexión profunda adquiere una especial lucidez en la cercanía del dolor y de la muerte.

El dolor, si se sabe asumir, advierte al hombre del error de las formas de vida superficiales, ayuda al hombre a no alejarse de los demás, a no arrellanarse en su egoísmo. El dolor nos vuelve más comprensivos, más tolerantes, nos va curando de nuestra intransigencia, nos perfecciona. Es, además, una realidad que llega a todo hombre y que, por tanto, en cierto sentido –como ha señalado Enrique Rojas–, conduce a una suerte de fraternización universal, ya que iguala a todos por el mismo rasero.

Lo que hace feliz la vida del hombre no es la ausencia del dolor, entre otras cosas, porque se trata de algo imposible. La vida no puede diseñarse desde una filosofía infantil que quisiera permanecer ajena al misterio de la presencia del dolor o del mal en el mundo. Y enfadarse o escandalizarse ante esa realidad no conduce a ninguna parte. Aprender a convivir con el dolor, aprender a tolerar lo malo inevitable, es una sabiduría fundamental para vivir con acierto

martes, 28 de diciembre de 2010

'Educar es difícil' y 'En el momento oportuno'


Aníbal Cuevas

Educar es difícil

"Es que es muy difícil" se oye decir a muchos padres cuando se habla de educación. Claro que es difícil, es que la vida es difícil cuando hay que tomar decisiones, cuando hay que corregir, cuando hay que manifestar desacuerdo. La vida en la que no hay dificultades es una vida idiota, volátil, superflua, me atrevería a afirmar que inhumana.

Apoyar y animar a los hijos es un deber de los padres como también lo es corregir. No hacerlo por pereza, indiferencia o temor es un flaco favor que les hacemos. Ellos, igual que nosotros, necesitan referencias, limites, exigencia. Con cariño sí, pero también con firmeza. Claro que para actuar así hay que tener ideas claras, principios y fortaleza. Educar es difícil pero posible.

En el momento oportuno

Los padres tenemos la obligación de corregir a los hijos cuando su actuación es incorrecta. Esto no está reñido con el cariño, el apoyo y el ánimo. Puede haber quién piense que corregir es sencillamente echar una bronca y ya está. Nada más lejos de la realidad.

Para corregir hace falta buscar el momento oportuno, las palabras que no hieren y todo ello en el clima de una relación normal que debe haber en la familia cuyo ingrediente fundamental es el amor: el deseo de ayudar al otro a ser mejor y por lo tanto más feliz. El mejor ámbito es la relación personal, lo normal debe ser que tanto la corrección como el apoyo comiencen en el cara a cara. Y, sobre todo, debemos transmitir al hijo nuestra convicción de que es capaz de mejorar y que cuenta con nuestro apoyo.

¿Por qué rezas el Rosario?



Por pereza, por falta de tiempo, porque es una devoción anticuada... Quizá usted haya usado alguna de estas excusas para no rezar el Santo Rosario. Sin embargo, una de las características que la Iglesia tiene en cuenta para identificar a los santos es, precisamente, la devoción mariana. La recomendación de rezar esta oración, enraizada en la tradición de la Iglesia, es una constante entre quienes más cerca estuvieron del Señor durante su vida. Por muchas que sean las excusas, más son las razones que dieron para descolgar nuestra plegaria por las cuentas de un rosario.
José Antonio Méndez
Alfa y Omega

Garantía de salvación

No es casual que una de las características que identifican a los santos sea la recomendación de rezar el Rosario. De hecho, cuando la Iglesia estudia una Causa de canonización analiza la devoción mariana del futuro santo, y tiene en la recomendación de rezar el Rosario una prueba no oficial de que esa persona vivió santamente. Algo que contrasta -y esto tampoco es casual- con las mil y una excusas que ponemos para no desgranar sus cuentas: Estoy cansado; Me da pereza, no sé rezarlo; Es de viejos; Es absurdo repetir tantas veces lo mismo; Yo prefiero hablar directamente con Dios...

La fuente de la que manan buena parte de estas excusas queda al descubierto en las palabras del teólogo Fancis James, que el periodista Vittorio Messori recoge en Hipótesis sobre María: «La aversión diabólica, denunciada por los místicos, hacia el Rosario nace de esto: para realizar un acto tan fácil y típico de niños y de viejos como es desgranar el rosario, hay que vencer completamente el respeto humano y el orgullo, hijos de Satanás. Quien alimenta tanto odio hacia una devoción semejante es porque ve en ella un abismo de humildad y el arma de los pobres de espíritu según el Evangelio». Así que, si al Maligno no le gusta, será que es bueno.

Tan bueno, que no le faltan avales de altura. Por ejemplo, el de sor Lucía, una de las tres videntes de la Virgen de Fátima, que se presentó ante los tres pastorcillos con un rosario en las manos. En 1957, sor Lucía explicó que «no hay problema, por más difícil que sea, temporal y, sobre todo, espiritual; se refiera a la vida personal de cada uno o a la vida de nuestras familias o comunidades religiosas, o a la vida de los pueblos y naciones; no hay problema, repito, por más difícil que sea, que no podamos resolver ahora con el rezo del Santo Rosario». Y añadió: «Si nos dieran un programa más difícil de salvación, muchas almas que se condenarán tendrían el pretexto de que no pudieron realizarlo. Pero el programa es brevísimo y fácil: rezar el Rosario. Con él, practicamos los santos mandamientos, aprovechamos la frecuencia de los sacramentos, procuraremos cumplir perfectamente nuestros deberes y hacer lo que Dios quiere de cada uno de nosotros».
Confirmado por los Pontífices

También san Luis María Grignion de Montfort, a quien Juan Pablo II citó como testigo de esta oración en su Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, aseguró: «No encuentro otro medio más poderoso para atraer sobre nosotros el reino de Dios que unir a la oración vocal la oración mental, rezando el Santo Rosario y meditando sus misterios». El mismo Juan Pablo II confesó, al poco de ser elegido Papa, que «el Rosario es mi oración predilecta. Con el trasfondo de las Avemarías, pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario nos pone en comunión vital con Jesucristo, a través del corazón de su Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón puede incluir en el Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la Humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo, la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana».

Desde luego, algo tendrá esta oración cuando todos los Papas de los últimos tiempos lo han recomendado con insistencia. León XIII, en 1883, estableció el mes de octubre como mes dedicado al Rosario, y su antecesor, el Beato Pío IX, lo recomendó en su lecho de muerte: «El Rosario es un Evangelio compendiado y dará a quienes lo rezan los ríos de paz de que nos habla la Escritura; es la devoción más hermosa, más rica en gracia y gratísima al corazón de María. Sea éste, hijos míos, mi testamento», dijo a quienes le asistían. También san Pío de Pietrelcina, a quien se ha definido como Un hombre hecho Rosario, por la cantidad de veces que lo rezaba -hasta 15 al día-, dijo ante de morir: «¡Amen a la Virgen y háganla amar. Recen siempre el Rosario!» Años antes, el padre Pío rubricó una pregunta que hoy se nos presenta a cada uno, para que encontremos las razones por las que sí rezar la Corona de María: «Si la Virgen lo ha recomendado siempre calurosamente, dondequiera que ha aparecido, ¿no nos parece que debe ser por un motivo especial?»

martes, 20 de julio de 2010

Derecho a ser feliz



Jaime Nubiola

La paradoja de la felicidad

«Yo tengo derecho a ser feliz» me decía ayer un amigo al anunciarme su propósito de abandonar a su mujer y a sus hijas para formar una nueva familia con otra mujer. Me impresionaba que una persona adulta e inteligente estuviera decidida a echar por la borda quince años de vida familiar arguyendo que la felicidad es un derecho como los de la Declaración universal de derechos humanos.

No es fácil aclararse sobre a qué llamamos felicidad. Algunos creen que es un estado de ánimo, y pretenden encontrarla en la euforia de la borrachera o de la droga o en los libros de autoayuda. Para otros, es la satisfacción de todos los deseos y, como están insatisfechos, se sienten casi siempre tristes. De hecho, lo que está más en boga es la identificación de la felicidad con el sentirse querido, con el estar enamorado. Quizá por ese motivo vuelan por los aires tantos vínculos matrimoniales, esclerotizados por la erosión del tiempo, el aburrimiento mutuo o el desamor infiel.

Ya Aristóteles, hace más de dos mil trescientos años, advirtió que la felicidad no era algo que pudiera buscarse directamente, esto es, algo que se lograra simplemente porque uno se lo propusiera como objetivo. Como todos hemos podido comprobar en alguna ocasión, quienes ponen como primer objetivo de su vida la consecución de la felicidad son de ordinario unos desgraciados. La felicidad es más bien como un regalo colateral del que sólo disfrutan quienes ponen el centro de su vida fuera de sí. En contraste, los egoístas, los que sólo piensan en sí mismos y en su satisfacción personal, son siempre unos infelices, pues hasta los placeres más sencillos se les escapan como el humo.

Me gusta pensar que, en vez de un derecho, la felicidad es un deber. Los seres humanos hemos de poner todos los medios a nuestro alcance para hacer felices a los demás; al empeñar nuestra vida en esa tarea seremos nosotros también felices, aunque quizá sólo nos demos cuenta de ello muy de tarde en tarde. Viene a mi memoria un programa religioso para jóvenes en la televisión española de los sesenta que tenía como lema: «Siempre alegres para hacer felices a los demás». ¡Cuánta sabiduría antropológica encerrada en una fórmula tan sencilla!
La felicidad, deber y regalo

Creer que los seres humanos alcanzamos la felicidad acumulando dinero o coleccionando mujeres (u hombres) como si fueran trofeos de caza es un grave error antropológico. El secreto más oculto de la cultura contemporánea es que los seres humanos sólo somos verdaderamente felices dándonos a los demás. Sabemos mucho de tecnología, de economía, del calentamiento global, pero la imagen que sistemáticamente se refleja en los medios de comunicación muestra que sabemos bien poco de lo que realmente hace feliz al ser humano.

La felicidad no está en la huida con la persona amada a una paradisíaca playa de una maravillosa isla del Caribe, abandonando las obligaciones cotidianas que, por supuesto, en ocasiones pueden hacerse muy pesadas. La felicidad no puede basarse en la injusticia, en el olvido de los compromisos personales, familiares y laborales, tal como hacen algunos de los personajes de Paul Auster que cada diez años huyen para comenzar una nueva vida desde cero. La felicidad —respondí a mi amigo con afecto— no es un derecho, sino que es más bien resultado del cumplimiento —gustoso o dificultoso— del deber y aparece siempre en nuestras vidas como un regalo del todo inmerecido, como un premio a la entrega personal a los demás, en primer lugar, al cónyuge y a los hijos.