jueves, 30 de diciembre de 2010

La prueba del dolor



Alfonso Aguiló
www.interrogantes.net

Demasiada exigencia

"Yo siempre he sido considerado en mi ambiente profesional –me decía no hace mucho un viejo amigo– como una persona muy exigente. Me he exigido siempre mucho a mí mismo y he exigido también siempre mucho a los demás.

"Me costaba mucho comprender que había gente a la que no le era posible seguir mi ritmo, y a veces, tengo que reconocerlo, los maltrataba. Y en casa me pasaba un poco igual. Echaba en cara las cosas a mi mujer y a mis hijos con muy poca consideración.

"Y tuvo que venir la enfermedad, y luego aquellos problemas serios en el trabajo, para que empezara a entender que la vida no era tan simple como yo me la había planteado.

"La verdad es que he funcionado siempre como un triunfador, rebosante de salud y de éxito profesional, y, sin darme casi cuenta, menospreciaba a los demás. Pensaba que, si ellos no lograban lo que lograba yo, era simplemente porque a ellos no les daba la gana esforzarse como yo lo hacía.

"Pensaba así hasta que empecé a sentir en mis carnes todo ese sufrimiento, a notar en mi vida el peso de esa carga. Fue entonces cuando comencé a reparar en que los demás también sufrían, que en la vida hay mucho sufrimiento de muchas personas. Y comprendí que pasar sin consideración por delante de ese dolor es algo realmente indigno.

Los otros también sufren

"He empezado a dormir mal, y ahora tengo mucho tiempo para pensar. Al principio me enfadaba, pero pronto me di cuenta de que con pataleos no arreglas nada: ni te duermes ni resuelves lo que te preocupa. Es curioso, pero antes yo era muy irascible, y ahora, en cambio, me he vuelto bastante sereno y comprensivo. Creo que esto que me ha pasado ha marcado una nueva etapa en mi vida.

"A mí, el dolor me ha curtido el alma, me ha hecho entender un poco mejor a los demás. Antes, yo apenas había tenido problemas serios y juzgaba a los demás con dureza y frialdad. Ahora, todo lo veo de modo distinto. Ya no grito a mi secretaria ni me peleo con mi mujer o mis hijos."

Recordando el relato de aquel joven y brillante ejecutivo, pensaba en el distinto modo en que reciben las personas el dolor. A unos les mejora y a otros, en cambio, les desespera. Y pensaba en la enseñanza que esta persona obtuvo: que hay que comprender mejor a la gente, pues quienes nos rodean son personas que también sufren, y eso siempre es duro; y que hay gente que lo pasa mal, y quizá en parte por culpa nuestra, y que todo hombre debiera detenerse siempre junto al sufrimiento de otro hombre y hacer lo posible por remediarlo.
Imposible de evitar

El dolor es una escuela en donde se forman en la misericordia los corazones de los hombres. Una escuela que nos brinda la oportunidad de curarnos un poco de nuestro egoísmo e inclinarnos un poco más hacia los demás. Nos hace ver la vida de una manera especial, nos muestra un perfil más profundo de las cosas. Nos lleva a reflexionar, a preguntarnos por el sentido que tiene todo lo que sucede a nuestro alrededor. El hombre, al recibir la visita del dolor, vive una prueba dentro de sí: es como un pellizco que detiene el curso normal de su vida, como un parón que le invita a reflexionar. Por eso se ha dicho que toda filosofía y toda reflexión profunda adquiere una especial lucidez en la cercanía del dolor y de la muerte.

El dolor, si se sabe asumir, advierte al hombre del error de las formas de vida superficiales, ayuda al hombre a no alejarse de los demás, a no arrellanarse en su egoísmo. El dolor nos vuelve más comprensivos, más tolerantes, nos va curando de nuestra intransigencia, nos perfecciona. Es, además, una realidad que llega a todo hombre y que, por tanto, en cierto sentido –como ha señalado Enrique Rojas–, conduce a una suerte de fraternización universal, ya que iguala a todos por el mismo rasero.

Lo que hace feliz la vida del hombre no es la ausencia del dolor, entre otras cosas, porque se trata de algo imposible. La vida no puede diseñarse desde una filosofía infantil que quisiera permanecer ajena al misterio de la presencia del dolor o del mal en el mundo. Y enfadarse o escandalizarse ante esa realidad no conduce a ninguna parte. Aprender a convivir con el dolor, aprender a tolerar lo malo inevitable, es una sabiduría fundamental para vivir con acierto

martes, 28 de diciembre de 2010

'Educar es difícil' y 'En el momento oportuno'


Aníbal Cuevas

Educar es difícil

"Es que es muy difícil" se oye decir a muchos padres cuando se habla de educación. Claro que es difícil, es que la vida es difícil cuando hay que tomar decisiones, cuando hay que corregir, cuando hay que manifestar desacuerdo. La vida en la que no hay dificultades es una vida idiota, volátil, superflua, me atrevería a afirmar que inhumana.

Apoyar y animar a los hijos es un deber de los padres como también lo es corregir. No hacerlo por pereza, indiferencia o temor es un flaco favor que les hacemos. Ellos, igual que nosotros, necesitan referencias, limites, exigencia. Con cariño sí, pero también con firmeza. Claro que para actuar así hay que tener ideas claras, principios y fortaleza. Educar es difícil pero posible.

En el momento oportuno

Los padres tenemos la obligación de corregir a los hijos cuando su actuación es incorrecta. Esto no está reñido con el cariño, el apoyo y el ánimo. Puede haber quién piense que corregir es sencillamente echar una bronca y ya está. Nada más lejos de la realidad.

Para corregir hace falta buscar el momento oportuno, las palabras que no hieren y todo ello en el clima de una relación normal que debe haber en la familia cuyo ingrediente fundamental es el amor: el deseo de ayudar al otro a ser mejor y por lo tanto más feliz. El mejor ámbito es la relación personal, lo normal debe ser que tanto la corrección como el apoyo comiencen en el cara a cara. Y, sobre todo, debemos transmitir al hijo nuestra convicción de que es capaz de mejorar y que cuenta con nuestro apoyo.

¿Por qué rezas el Rosario?



Por pereza, por falta de tiempo, porque es una devoción anticuada... Quizá usted haya usado alguna de estas excusas para no rezar el Santo Rosario. Sin embargo, una de las características que la Iglesia tiene en cuenta para identificar a los santos es, precisamente, la devoción mariana. La recomendación de rezar esta oración, enraizada en la tradición de la Iglesia, es una constante entre quienes más cerca estuvieron del Señor durante su vida. Por muchas que sean las excusas, más son las razones que dieron para descolgar nuestra plegaria por las cuentas de un rosario.
José Antonio Méndez
Alfa y Omega

Garantía de salvación

No es casual que una de las características que identifican a los santos sea la recomendación de rezar el Rosario. De hecho, cuando la Iglesia estudia una Causa de canonización analiza la devoción mariana del futuro santo, y tiene en la recomendación de rezar el Rosario una prueba no oficial de que esa persona vivió santamente. Algo que contrasta -y esto tampoco es casual- con las mil y una excusas que ponemos para no desgranar sus cuentas: Estoy cansado; Me da pereza, no sé rezarlo; Es de viejos; Es absurdo repetir tantas veces lo mismo; Yo prefiero hablar directamente con Dios...

La fuente de la que manan buena parte de estas excusas queda al descubierto en las palabras del teólogo Fancis James, que el periodista Vittorio Messori recoge en Hipótesis sobre María: «La aversión diabólica, denunciada por los místicos, hacia el Rosario nace de esto: para realizar un acto tan fácil y típico de niños y de viejos como es desgranar el rosario, hay que vencer completamente el respeto humano y el orgullo, hijos de Satanás. Quien alimenta tanto odio hacia una devoción semejante es porque ve en ella un abismo de humildad y el arma de los pobres de espíritu según el Evangelio». Así que, si al Maligno no le gusta, será que es bueno.

Tan bueno, que no le faltan avales de altura. Por ejemplo, el de sor Lucía, una de las tres videntes de la Virgen de Fátima, que se presentó ante los tres pastorcillos con un rosario en las manos. En 1957, sor Lucía explicó que «no hay problema, por más difícil que sea, temporal y, sobre todo, espiritual; se refiera a la vida personal de cada uno o a la vida de nuestras familias o comunidades religiosas, o a la vida de los pueblos y naciones; no hay problema, repito, por más difícil que sea, que no podamos resolver ahora con el rezo del Santo Rosario». Y añadió: «Si nos dieran un programa más difícil de salvación, muchas almas que se condenarán tendrían el pretexto de que no pudieron realizarlo. Pero el programa es brevísimo y fácil: rezar el Rosario. Con él, practicamos los santos mandamientos, aprovechamos la frecuencia de los sacramentos, procuraremos cumplir perfectamente nuestros deberes y hacer lo que Dios quiere de cada uno de nosotros».
Confirmado por los Pontífices

También san Luis María Grignion de Montfort, a quien Juan Pablo II citó como testigo de esta oración en su Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, aseguró: «No encuentro otro medio más poderoso para atraer sobre nosotros el reino de Dios que unir a la oración vocal la oración mental, rezando el Santo Rosario y meditando sus misterios». El mismo Juan Pablo II confesó, al poco de ser elegido Papa, que «el Rosario es mi oración predilecta. Con el trasfondo de las Avemarías, pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario nos pone en comunión vital con Jesucristo, a través del corazón de su Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón puede incluir en el Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la Humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo, la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana».

Desde luego, algo tendrá esta oración cuando todos los Papas de los últimos tiempos lo han recomendado con insistencia. León XIII, en 1883, estableció el mes de octubre como mes dedicado al Rosario, y su antecesor, el Beato Pío IX, lo recomendó en su lecho de muerte: «El Rosario es un Evangelio compendiado y dará a quienes lo rezan los ríos de paz de que nos habla la Escritura; es la devoción más hermosa, más rica en gracia y gratísima al corazón de María. Sea éste, hijos míos, mi testamento», dijo a quienes le asistían. También san Pío de Pietrelcina, a quien se ha definido como Un hombre hecho Rosario, por la cantidad de veces que lo rezaba -hasta 15 al día-, dijo ante de morir: «¡Amen a la Virgen y háganla amar. Recen siempre el Rosario!» Años antes, el padre Pío rubricó una pregunta que hoy se nos presenta a cada uno, para que encontremos las razones por las que sí rezar la Corona de María: «Si la Virgen lo ha recomendado siempre calurosamente, dondequiera que ha aparecido, ¿no nos parece que debe ser por un motivo especial?»