
Javier Láinez
En un mundo en el que han desaparecido casi todos los indicadores de los caminos...“Mil policías controlando el tráfico no pueden decirte de dónde vienes ni a dónde vas”.
En el diccionario, rallar es sinónimo de molestar. Hoy se entiende que un tío que ralla es un tío que marea con su rollo. La tragedia de algunos jóvenes es que te dicen que les ralla la insistencia que pones en que no se dejen arrastrar por el ambiente. Y todo porque llegan a creer que su yo no vale por sí mismo, sino por el valor que le dan los otros o, peor aún, por el imperio voraz de la circunstancias.
LOS DILEMAS DE GUSTAVO.
La barbaridad que Gustavo le había dicho a la camarera de aquel pub era tan bestia que sus amigos alucinaron. Se quedaron bocas, por decirlo en su lenguaje. Ninguno dudaba que era absolutamente incapaz de cumplir su parte en aquella proposición obscena. Y eso sin contar con que la chavala le sacaba más de diez años. Los que le conocen, saben que Gustavo está atado por un montón de prejuicios sociales y familiares, que acude a un colegio de pago, que se curra a tope cada evaluación y que en el fondo de su alma es un inocente con cuerpo de oso fondón. Pero la memez ya estaba dicha y las risas corrieron a la par que se extendía -exagerada- la narración de la hazaña por otros grupetes de coleguillas.
Uno de sus amigos, más noblote que él, le echó más tarde en cara aquella salvajada. “Me estás rallando, tío”, fue toda la respuesta de Gustavo. Una traducción de urgencia vendría a querer decir algo así como: “Me aburre que me recuerdes lo que ya sé”. Pero su amigo en aquella ocasión no se anduvo con chiquitas. Le arrinconó contra la pared y después de darle un par de galletas -no fuertes, pero sí bien dadas- le obligó a volver al bar y pedir perdón a la chica de la barra. Gustavo es muy cobardón y terminó haciéndolo. La camarera sonrió al ver el agobio del petimetre, arrugó un poco la nariz y le dio un cachetito en la mejilla mientras le sugería: “Madura, ¿vale?”
“Me tienen que dar dos tortas para que me caiga del guindo” -me contaba él mismo unos días después- “porque hasta ese momento estaba como en una nube. Cuando salgo por ahí me dejo la conciencia en casa. No sé ser yo mismo. Tengo que hacer la gracieta para no desentonar”.
YO Y MIS CIRCUNSTANCIAS.
Tengo un amigo -profesor de Filosofía- que se enfada un poco porque muchos de los que en su día tuvieron tiempo de estudiar a su admirado Ortega y Gasset en el ya extinto COU, no recuerdan a la vuelta de los años sino aquella frasecilla célebre: “Yo soy yo y mi circunstancia”. “Es de agradecer, asevera, que sean capaces de decirlo en singular y no el triste “mis circunstancias” que sueltan alegremente algunos paletos ilustrados que dominan los magazines de la radio”. A raíz de este chascarrillo, me ha dado por pensar que me vengo encontrando últimamente con muchos jóvenes talentos a los que “su circunstancia” les ha comido el “yo” con el mismo frenesí con el que el Cookie Monster se comía las galletas de todos en Sesamo Street.
Lo del pobre Gus no deja de ser una macarrada de tardoadolescente que sólo busca dar la nota. “Si hago las cosas como sé que debo hacerlas -argumentaba Gustavo- no tendré prestigio entre los demás. Tengo que decir cosas sucias a las camareras, hacer patochadas en clase, hablar mal de mis padres y aparentar que lo único que me importa son las pelas”. Lo que de verdad me aflige es la respuesta -”me estás rallando, tío”- a la llamada de la conciencia.
IKER YA NO CREE EN NADA.
Hace poco comí con Iker. Compartimos aulas y tardes de música durante un buen puñado de años. Era uno de mis catequistas más solventes. Ahora es un ejecutivo de prometedor futuro. Tras hablar de nuestros respectivos trabajos y de años de no vernos, llegamos a la almendra de la conversación. Se había desembarazado de su fe como si fuera ropa vieja. La apertura mental de la universidad, los atractivos modelos de pensamiento y de vida de los amigos, el despertar de un agudo sentido crítico y algo de comodidad -para qué engañarse-, le hicieron abrir los ojos.
Es curioso, pensaba yo más tarde, lo que se ha sembrado en este chico es mucho más de lo corriente. Tanto en su familia como en el colegio y en la universidad, la semilla que caía en los surcos de su alma era una semilla profundamente cristiana. A la vuelta de pocos años, cuando sale por fin de los confortables invernaderos en los que se ha formado, la semilla no sólo no ha dado fruto sino que ha desaparecido como por ensalmo.
He de reconocer (hay, lo siento, un deje de melancolía en esto) que la historia de Iker la he visto repetida, con mil acentos diferentes pero igual en sustancia, en muchos -demasiados- antiguos alumnos míos. Jesucristo habla de este tipo de situaciones en una parábola preciosa que puede encontrarse con explicación incluida en el Evangelio de San Lucas (8, 4-15). Jesús contempla dos resultados de la misma acción: sembrar, y el misterio se centra en dar fruto o no darlo. La simiente siempre es la misma mientras lo que cambia es el terreno. Tierra buena, esponjosa y fértil, de un lado. De otro, el suelo endurecido de un camino, el campo asfixiado por la malahierba o la baldía vaciedad de los pedregales.
El de Iker pretendía pasar por un proceso de conversión intelectual. ¿Qué te queda ahora?, le pregunté yo. “La gente, los amigos, las personas... Cada cual es un mundo y cada uno tiene un modo de interpretarlo”. -¿Y el tuyo?, seguí indagando. Me refería a su mundo y a su interpretación. Hubo como un destello de sonrisa en sus ojos claros. Lanzó desafiante su respuesta como quien exhibe una tarjeta de visita de esas modernas: mucho coco y mucho diseño en una cartulina de ocho por cuatro: “Mi mundo es mirar”. Debí suponerlo. No en vano se dedica al cine. A vender cine, ojo, no a crearlo.
MIRAR LOS ESCAPARATES.
El programa de vida que se reduce a mirar al escaparate sin sentirse protagonista de nada y la estética del video-clip, con su desenfado insustancial, son un peligroso sucedáneo de la interioridad. En un mundo en el que han desaparecido casi todos los indicadores de los caminos, si al final no somos más que una pieza perdida del puzzle social sin brújula alguna para orientarnos, no es de extrañar que nos “rallen” los sherpas voluntariosos que señalan alguna ruta segura. Y ni siquiera ellos solos, como bien señala el poeta T.S. Eliott: “Mil policías controlando el tráfico no pueden decirte de dónde vienes ni a dónde vas”.
Me preocupa la desaparición de la conciencia individual. Si, a fin de cuentas, la circunstancia se traga mi yo o lo políticamente correcto aventa de mi cerebro cualquier atisbo de originalidad, ¿cómo voy a saber quién soy yo? Dos guapas triunfadoras, Marta y Marilia, nos han hecho llegar ese mismo mensaje en su último disco: “Si nada es tuyo, nada es mío, ¿cómo repartimos los amigos? ¿cómo repartimos los recuerdos de este amor?” ¡Bien por las chicas de Ella Baila Sola! Y me atrevo a añadir: ¿Cómo voy a ser capaz de encontrar a Cristo, el único capaz de mostrarme, en su rostro, el mío?
No hay comentarios:
Publicar un comentario