HORIZONTES
Juan Pablo II ha convocado con frecuencia a los católicos a una nueva evangelización, a esa renovada tarea misionera de la Iglesia de nuestro tiempo. Concretamente, después del Jubileo del año 2000, el Santo Padre nos ha recordado el mandato del Señor a los apóstoles: Duc in altum! ¡Mar adentro! Hacia nuevas metas, hacia nuevas aventuras apostólicas, para llevar a Cristo a todos los rincones del mundo y a todas las actividades y ambientes.
Una nueva cultura
Llevar a Cristo a todos los rincones implica, sin duda, el empeño por promover una nueva cultura, una legislación y una moda respetuosas con la dignidad del hombre. Se trata de una tarea positiva: una renovación, una regeneración, una mejora. No basta lamentarse de la cultura actual, de la moda imperante, de las leyes vigentes. No cabe limitarse a criticar las carencias del ambiente, ni añorar un pasado mejor. El apostolado no es tarea de nostálgicos, sino de rebeldes. Los cristianos anhelan con esperanza un futuro mejor. Por la fe, estamos convencidos de que el futuro pertenece a nuestra libertad y que, en gran parte, depende de nosotros. Y por experiencia humana sabemos que el porvenir se forja con pasión, con coraje y con la gracia de Dios. Existen muchos motivos para realizar la tarea apostólica con espíritu constructivo.
Amar el mundo apasionadamente es el título de una homilía de San Josemaría, que sintetiza un punto central de su ejemplo y de sus enseñanzas. Amaba el mundo apasionadamente: no el concepto de mundo, sino el mundo real en el que vivió: su cultura, sus tradiciones, sus expresiones artísticas. Solía decir a los casados: tienes que querer a tu marido, o a tu mujer, con sus defectos, siempre que no sean ofensa a Dios; si no, no es verdad que le quieres. Por analogía podríamos aplicar estas palabras también a otro contexto: amar el mundo con sus virtudes y con sus defectos, siempre que no sean ofensa a Dios. Este mundo que aprecia la libertad, desea la paz, ama el trabajo bien hecho, defiende los derechos humanos, valora la solidaridad, impulsa la tecnología y la ciencia, se preocupa por la ecología. Ciertamente no es un mundo ideal, porque proliferan no sólo defectos sino ofensas a Dios y al prójimo: el desprecio de la vida humana y de su dignidad, la violencia, el odio, la pobreza, la pornografía, la increencia, la corrupción. Problemas que, juntos, alzan oleadas oscuras que serán vencidas por la luz de Cristo.
Dios espera que de nuestras almas salga otra oleada —blanca y poderosa, como la diestra del Señor—, que anegue, con su pureza, la podredumbre de todo materialismo y neutralice la corrupción, que ha inundado el Orbe: a eso vienen —y a más— los hijos de Dios ( San Josemaría, Forja, n. 23). Esto no significa apartamiento, es más bien signo de compromiso con este mundo que el Señor nos ha entregado como heredad y del que nos sentimos responsables: éste es el mejor y único momento para nuestro apostolado.
Método
El fin es claro: poner a Cristo en la cumbre de estas actividades humanas que están necesitadas de dignificación. Pero, ¿y los medios? ¿Cómo pueden los cristianos lograr que se respete la dignidad de la persona en todos los ámbitos? ¿Cómo devolver a la castidad el lugar que merece en la jerarquía de valores de una sociedad tan materialista?
La prudencia consiste precisamente en arbitrar los medios adecuados para conseguir un fin. Y en este caso, además de tener claro el objetivo, es preciso acertar con el método. La realización de estudios interdisciplinares, por ejemplo, se muestra cada vez más necesaria: para evangelizar el mundo hay que reflexionar, conocer, pensar, proponer. Una movilización apostólica inteligente, basada en el estudio, capaz de incidir en la cultura y en los estilos de vida de modo práctico y operativo.
San Josemaría sintetizaba en Camino algunos rasgos propios de una mentalidad profundamente católica, capaz de alcanzar la altura histórica de las circunstancias sin empequeñecimientos ni frivolidades: Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características:
• amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica;
• afán recto y sano —nunca frivolidad— de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...;
• una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos;
—y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida (San Josemaría, Surco, n. 428).
Actitud positiva ante la transformación de los estilos de vida. Actitud constructiva, para la que se necesitan cristianos que estén en condiciones de realizar investigaciones hondas en temas como la familia, los jóvenes, los ancianos, las enfermedades y epidemias, la televisión, el amor humano, la bioética. Para inducir tendencias nuevas hace falta formular propuestas innovadoras, que muevan a la acción y conformen las culturas. Enfoques atractivos en el arte, la moda, la publicidad, que convenzan y arrastren.
Algunos estudios profundos, investigaciones profesionales o ideas interesantes naufragan cuando no se dan a conocer del modo adecuado. No basta tener razón, es preciso hacerse entender. Cada campo de la actividad humana tiene sus reglas propias. Así sucede también con las opiniones, las tendencias y las modas. Hay que saber cómo funcionan los procesos de aceptación o rechazo de los argumentos en la opinión pública; cómo nacen, crecen y cambian las tendencias sociales; cuál es la dinámica de los movimientos ciudadanos en las sociedades democráticas y pluralistas; quién toma las decisiones que influyen en ámbito internacional y cómo lo hace; qué características tiene el lenguaje propio de las tribunas públicas. Estos son algunos de los elementos que componen el “don de lenguas”, y que son necesarios en las nuevas fronteras de la evangelización.
Coherencia
La transformación de las formas de vida presenta muchas facetas. A nadie se le oculta la trascendencia de la virtud de la santa pureza en este momento, precisamente por la agresividad de quienes se proponen erradicarla del vocabulario, de las convicciones y de las costumbres. Parte importante de la movilización apostólica consiste precisamente en mostrar que la castidad es posible, necesaria y atractiva, y que ayuda a edificar con armonía la propia existencia, el trato con Dios y las relaciones interpersonales. Hay que empezar por la propia casa: «Primero purificarse y luego purificar; dejarse instruir por la sabiduría y luego instruir; primero convertirse en luz y luego iluminar; primero acercarse a Dios y luego llevar a otros a Él; primero ser santos y luego santificar» (San Gregorio Nacianceno, Oración II, 71; cit. por Juan Pablo II en Exhort. apost. Pastores gregis, 16-X-2003, n. 12).
Empezar por la propia casa significa amar con obras todas las manifestaciones de la virtud de la castidad, pedir a Dios que —con su gracia y nuestra correspondencia— nos conceda un amor cada día más limpio, más generoso, más delicado. También a nivel personal, el esfuerzo de la voluntad ha de apoyarse sobre bases sólidas en la inteligencia, que den estabilidad a los afectos y una gran finura en la sensibilidad, para levantar el nivel más de lo que quizá pueda parecer necesario. Fruto de esas convicciones profundas es la resistencia activa ante las agresiones que por desgracia llegan a través de todo tipo de cauces, y presentan engañosamente la impureza como un fenómeno “normal”, casi “inevitable”, incluso “deseable”.
El modelo de esta virtud, y de todas, es Cristo. La forma de vestir, de hablar y de comportarse manifiesta la categoría humana y sobrenatural. Los cristianos expresamos en nuestro porte externo —cada uno a nuestro modo— la conciencia de la dignidad de hijos de Dios: ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo (San Josemaría, Camino, n. 2).
Las virtudes son un reflejo de la verdad, la bondad y la belleza de Dios. Hacer atractiva la virtud es procurar vivirla con delicadeza, sin esconderla ni “exhibirla”, con naturalidad. Así, muchos se sentirán atraídos por la humildad, la sencillez en el trato, la generosidad que acompañan a la pureza. Y comprenderán de ese modo, su profunda razón de ser.
Prestigio
Hoy más que nunca se cumple el diagnóstico que el Fundador de la Obra recoge en Camino: Antes, como los conocimientos humanos —la ciencia— eran muy limitados, parecía muy posible que un solo individuo sabio pudiera hacer la defensa y apología de nuestra Santa Fe. Hoy, con la extensión y la intensidad de la ciencia moderna, es preciso que los apologistas se dividan el trabajo para defender en todos los terrenos científicamente a la Iglesia. —Tú... no te puedes desentender de esta obligación(San Josemaría, Camino, n. 338).
Hacen falta científicos que sepan hacer la apología de la fe, cada uno en su campo, en todas las profesiones. El trabajo nos proporciona la ocasión y también el lenguaje para extender la Iglesia, el idioma en que podemos expresar la verdad de la fe de forma comprensible para nuestros colegas. Y el lenguaje es hoy un instrumento fundamental para el apostolado, porque nuestra sociedad está cada día más comunicada y —paradójicamente— cada vez más fragmentada.
Cada profesión tiene sus reglas, su historia, sus principios y paradigmas. Puede decirse que cada una tiene su verdad: hay que conocerla para estar en condiciones de poner a Cristo en su mismo corazón, y de ese modo, llevarla a su más alto nivel de excelencia, purificándola de los elementos negativos que el hombre o el ambiente hayan introducido con el tiempo. Santifiicar el mundo desde dentro es hacer brillar el esplendor de la verdad en cada profesión, como luz que atrae a los demás y les anima a trabajar con calidad, con caridad, por amor, para servir.
El prestigio es hoy la cátedra de la autoridad reconocida. Para mejorar el ambiente se necesitan profesionales cristianos que trabajen mucho y bien en los campos neurálgicos de la sociedad. Ésa es la misión de los laicos en la Iglesia. Trabajar cristianamente como escritores, empresarios, publicistas, políticos, artistas, creadores de moda, guionistas, maestros, profesores, investigadores. Tratar a muchos profesionales, con el apostolado de amistad y confidencia, el apostolado de la inteligencia. Y también con el apostolado de la responsabilidad, que nos recuerda que nos hemos de convertir personalmente y que hemos de transformar el mundo y llevarlo a Dios.
Servicio
Muchos errores doctrinales y no pocos desórdenes morales son respuestas equivocadas a problemas reales. Incluso algunos pecados contra la virtud de la castidad nacen del miedo, de la desconfianza en uno mismo, y tienen su origen en la huida o en la búsqueda de algo: personas que huyen de la soledad y de la tristeza, personas que buscan el afecto y la comprensión, y equivocan el camino. No se trata de justificar lo que no tiene justificación posible, sino de descubrir, incluso en el pecado, ese grito silencioso del hombre que no sabe que es hijo de Dios, que no se sabe querido, que no se sabe redimido.
• ¡Dios es mi Padre! —Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
• ¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.
• ¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo (San Josemaría, Forja, n. 2).
El apostolado se resume en recordar esta profunda verdad. Más aún, cabe afirmar que el apostolado consiste en expresar esa verdad con obras, mostrando el amor de Dios a través de la caridad con los hombres. Quien trata a un cristiano, ha de percibir que el secreto de la felicidad es el amor, no el egoísmo; la fidelidad, no la frivolidad; el servicio, no el interés. Dios es, para todos los hombres, “médico, maestro, amigo”. Y los cristianos hemos de ser testigos vivos de ese amor.
Sin la caridad, afirma Juan Pablo II, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día» (Juan Pablo II, Litt. apost. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 50). La caridad de las obras asegura una fuerza inigualable a la caridad de las palabras, dándoles relieve, profundidad y altura. La forma del amor de Dios permite elevar la comunicación humana al más alto grado de verdad.
Veritatem facientes in caritate (Ef 4, 15). La misión apostólica se resume en dejar que brille el esplendor de la verdad, unido al esplendor de la caridad, en todas las actividades nobles de los hombres, como luces que se encienden en su interior e iluminan el mundo.
Ciudadanos
En la carta dedicada al Año de la Eucaristía, Juan Pablo II invita a los cristianos a «dar testimonio de la presencia de Dios en el mundo. No tengamos miedo de hablar de Dios ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta» (Juan Pablo II, Litt. apost. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 26). La Eucaristía — centro y raíz de la vida cristiana— «es un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura» (Ibid, n. 25).
Este misterio inefable de fe y de amor, que desafía la limitada inteligencia de los hombres, se proyecta desde la intimidad del alma hacia la sociedad entera. Poco después de su elección, en otro documento sobre la Eucaristía (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, dirigida a los Obispos, sobre el misterio y el culto de la Eucaristía, 24-II-1980), Juan Pablo II señalaba que «la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el “sacrum” de la Eucaristía». Y añadía: «en nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana —fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe— garantiza a ese “sacrum” el derecho de ciudadanía» (Dominicae Cenae, n. 8).
La fe viva de los cristianos asegura el derecho de ciudadanía de la Eucaristía, y de todos los misterios de la fe: las catedrales son fruto del deseo de adorar a Dios; las universidades nacen del anhelo de conocer al Creador y al mundo creado por Él; los hospitales son expresión de misericordia. A través del arte, de la ciencia, o de tantas disciplinas humanas, en cuyo origen está el deseo universal de verdad, de bien y de belleza, los cristianos transforman la fe en cultura y la muestran como es: hermosa, amable y razonable; accesible a todos los hombres de buena voluntad.
No se trata solamente de una posibilidad, sino de una obligación para el cristiano, porque «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Juan Pablo II, Decreto de creación del Pontificio Consejo para la Cultura, en L'Osservatore Romano, 6-VI-1982).
Desde dentro
Esta realidad, siempre presente en la historia de la Iglesia, adquiere acentos particulares desde la perspectiva de la secularidad. La expresión de la fe en la cultura constituye, por así decir, el punto de encuentro entre la fuerza de Dios y los anhelos de los hombres. Los conflictos y necesidades, que el mundo padece a causa del pecado, tienen su respuesta, consuelo y esperanza en las obras que nacen de la fe viva de la comunidad cristiana. Por eso, «el divorcio, que se constata en muchos, entre la fe que profesan y su vida cotidiana, debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestro tiempo. No se debe oponer por ello, sin razón, la actividad profesional y social, por una parte, y la vida religiosa, por otra» (Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et Spes, n. 43).
Si la fe se recluyera en el ámbito de la intimidad privada, y abandonara el ancho campo de las actividades humanas, la sociedad entera se vería privada de una fuente de libertad y de progreso, y se correría el riesgo de que la verdad revelada fuese invisible para los creyentes y para todos los hombres: la fe se volvería incomunicable. Formulando la misma idea de modo positivo, «la síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán plasmar, será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo, sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más conformes a la dignidad humana» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 34).
Compete especialmente a los fieles laicos desarrollar esta tarea, lograr esta síntesis. Lejos de toda falsa neutralidad y de todo infundado complejo de inferioridad. Y lejos también de todo clericalismo, que llevaría, por una parte, a comprometer a la Jerarquía en cuestiones temporales, cayendo en un clericalismo diverso pero tan nefando como el de los siglos pasados; y, por otra, a aislar a los laicos, a los cristianos corrientes, del mundo en el que viven, para convertirlos en portavoces de decisiones o ideas concebidas fuera de ese mundo (San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 59). Desde dentro del mundo, desde dentro de las profesiones han de surgir las múltiples soluciones cristianas a los problemas sociales.
Compromiso
Promover «nuevos modos de vida más conformes con la dignidad humana» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 34), o fomentar una nueva cultura, son invitaciones a emprender con brío renovado el camino misionero de la Iglesia, una llamada a sentirnos responsables del mundo en que vivimos, un estímulo a comprometernos. Comprometidos: palabra que gustaba mucho a san Josemaría, y que sintetiza un conjunto de convicciones y actitudes, como la mentalidad laical, el sentido positivo, la responsabilidad y la esperanza.
Fruto de ese compromiso han nacido iniciativas variadísmias de apostolado: instituciones educativas, asistenciales, de servicio, consecuencias del deseo de contribuir a resolver las necesidades de su propio entorno. A las personas que sacaban adelante una de esas labores de apostolado se dirigía el Fundador de la Obra con estas palabras: Vosotros sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso de la sociedad a la que pertenece. Y continuaba: Al prestar vuestra cooperación sois claro testimonio de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal: atestiguáis que una Universidad puede nacer de las energías de un pueblo y ser sostenida por el pueblo (San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 120).
La participación activa en la sociedad en la que vive es consecuencia de la vocación divina del cristiano corriente, que no puede desentenderse de los problemas de sus semejantes, ni dar la espalda a las necesidades de su ambiente. Participar en la sociedad como ciudadanos libres y responsables, sin dejaciones. San Josemaría empleaba para una ocasión concreta algunas expresiones que describen aspectos esenciales de la mentalidad laical: una llamada a que ejerzáis —¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia— vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos —en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional— asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo —lo diré en positivo— os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social (Idem, n. 117).
La presencia de los católicos en la vida pública está tan alejada del fanatismo como del relativismo. En su reciente carta Mane nobiscum Domine, Juan Pablo II recuerda que «la “cultura de la Eucaristía” promueve una cultura del diálogo, que en ella encuentra fuerza y alimento. Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede incluso fomentar actitudes de intolerancia. (...) Quien aprende a decir “gracias” como lo hizo Cristo en la cruz, podrá ser un mártir, pero nunca será un torturador» (Juan Pablo II, Litt. apost. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 26). Ese espíritu de diálogo es el camino para lograr la libre adhesión a Jesucristo por parte de las personas que nos rodean.
Operatividad
Las necesidades de las personas y de los pueblos no son idénticas en todos los lugares y en todas las épocas. En consecuencia, la acción social de los cristianos cambia también, adecuándose al contexto. Son esclarecedoras estas palabras del Papa: «La Europa a la que estamos enviados ha padecido tales y tantas transformaciones culturales, políticas, sociales y económicas, que plantea el problema de la evangelización en términos totalmente nuevos. Podemos también decir que Europa, como se ha configurado después de las complejas vicisitudes del último siglo, ha lanzado al cristianismo y a la Iglesia el reto más radical que la historia haya conocido, pero también presenta hoy nuevas y creativas posibilidades de anuncio y de encarnación del Evangelio» (Juan Pablo II, Discurso al Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas, 11 de octubre de 1985). En los cinco continentes se observan circunstancias similares: transformaciones profundas que son otros tantos desafíos para la encarnación de la fe. Los nuevos retos reclaman medios nuevos, fruto de la confianza en Dios, del celo apostólico y de la creatividad de los cristianos.
No resulta arriesgado afirmar que parte del “reto más radical para la Iglesia” consiste precisamente en llevar a Cristo a esos ambientes —la moda, la música, el cine, la comunicación, por citar algunos—, que no sólo aparecen con frecuencia como más alejados de Dios en la práctica, sino que algunos intentan presentar como ajenos a Dios por principio. Es misión de los cristianos que viven en medio del mundo demostrar que todos los trabajos honrados son camino de santidad, que todos se pueden realizar de acuerdo con la dignidad de la persona. Y su mejor argumento será la “fe viva”, la fe encarnada en obras: realidades que expresen —como las catedrales, las universidades, los hospitales— que el hombre alcanza su plenitud precisamente cuando respeta la ley natural —que es norma para la conducta y luz para la inteligencia—, cuando reconoce la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. La fe viva de los cristianos lleva a descubrir nuevos caminos para el arte, nuevas aventuras para el conocimiento, nueva «fantasía de la caridad» (Juan Pablo II, Litt. apost. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 50).
El campo es amplísimo, porque hoy el arte se expresa también en la fotografía, en la moda y en el cine; la caridad en la lucha por la paz, los derechos humanos y el desarrollo; la ciencia en las redes internacionales de investigación especializada. Las necesidades son muchas, en el terreno de la justicia y de la libertad. Pero quizá se percibe de modo particularmente agudo la urgencia de una profunda labor cultural de los cristianos en defensa de la verdad: la verdad natural sobre la vida, el matrimonio, la castidad, la religión. Ésa es indudablemente una de las grandes prioridades apostólicas de nuestro tiempo: que los cristianos sepamos transformar nuestra fe en cultura, precisamente en esos campos, mediante la intervención en la política, la participación en organismos internacionales, los movimientos ciudadanos, las asociaciones de familias, las agrupaciones empresariales y los sindicatos, la investigación científica, tecnológica y sociológica. Allí donde se someten a discusión las cuestiones fundamentales, allí han de estar presentes los cristianos, como ciudadanos comprometidos, promoviendo activamente culturas compatibles con la dignidad del hombre.
Estilo
Las iniciativas que pueden responder a todas estas necesidades deben ser muy diferentes, porque dependen de las circunstancias del ambiente, de los deseos de los promotores y de otras mil variables. Proponemos, sin embargo, unas características comunes que responden a los retos expuestos hasta ahora; a modo de denominador común, el estilo propuesto no genera uniformidad sino que, al contrario, es garantía de pluralismo.
Nos atrevemos a sintetizar algunas notas que no deben faltar: serán iniciativas apostólicas por su finalidad y porque faciliten la formación personal, las relaciones de amistad, el acercamiento a Dios y a la Iglesia. Profesionales: realizadas con la ilusión de trabajar bien, independientemente del tipo de actividad que desarrollen; profesionalidad capaz de atraer también a quienes no tienen fe. Con clara identidad cristiana, capaz de empapar en las relaciones sociales, o manifestarse en el tono humano que corresponde a la dignidad de hijos de Dios. Abiertas: respetuosas de la libertad de personas de todas las religiones, clases sociales y tendencias políticas. Positivas: con la intención de sembrar el bien, fomentar el progreso, sin limitarse a la protesta ni al lamento. Capaces de unir en su área de actividad, de servir de puente entre instituciones similares, públicas o privadas, buscando lo que suma, lo que agrega, esforzándose por superar las divisiones. Abiertas al diálogo, al intercambio sereno de pareceres, al respeto de los puntos de vista.
Estos rasgos de identidad pueden inspirar las empresas apostólicas que nacerán como respuesta a los “nuevos retos para la Iglesia”: las iniciativas que cada uno puede promover en su propio ambiente, por su cuenta; los proyectos que pueden surgir de la suma de los esfuerzos de muchos colegas y amigos que comparten los mismos ideales. Conocemos a muchas personas que están luchando de forma admirable por un mundo mejor: esas personas merecen oración, aliento y, cuando sea posible, también ayuda.
Optimismo
Duc in altum! ¡Mar adentro! Cada generación de cristianos tiene una misión particular. La generación de los que hemos participado en el Jubileo hemos recibido la responsabilidad de llevar a Cristo a los ambientes más necesitados de su luz en nuestros días. Aunque es muy claro, importa recordar que ésta es una tarea que excede por completo las fuerzas humanas.
La llamada a la evangelización constituye siempre una llamada a la conversión. La Iglesia no es portadora de un proyecto político, ni de una propuesta cultural. Su misión no es organizar el mundo, sino hacer presente entre los hombres la Redención que nos ha alcanzado Jesucristo con su Pasión y su Resurrección. El apostolado es el desbordarse de la vida interior, las obras son la expresión de la fe y de la caridad, las iniciativas apostólicas han de estar siempre ancladas en la tierra firme del amor personal a Jesucristo. Especialmente cuando los desafíos son más difíciles, cuando el reto supera más claramente las fuerzas humanas, entonces se hace más necesario aún mantener la mirada fija en el Señor, vivir de la Eucaristía.
Ningún fruto procede de la mera planificación de recursos: sólo Dios, Señor de la historia, convierte los corazones. El Santo Padre lo ha recordado, precisamente en la carta apostólica que escribió al comienzo del nuevo milenio, al que calificó como una nueva etapa para la Iglesia (Cfr. Juan Pablo II, Litt. apost Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 1). Allí subraya «un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, no podemos hacer nada» (Idem, n. 38). Por eso importa tanto poner todos los medios humanos y todos los medios sobrenaturales. Sembramos sabiendo que Dios pondrá el incremento. Ésa es precisamente la razón más profunda de nuestro optimismo.
lunes, 12 de mayo de 2008
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