viernes, 6 de junio de 2008

Allí estabas tú (I)


INTRODUCCIÓN


1. Todo será diferente



Aquella mañana era domingo. Era el primer domingo de la historia, el que iba a marcar todas las semanas posteriores.

Ha amanecido hace un rato. Como todas las mañanas de los domingos de todas las ciudades, la ciudad de Jerusalén duerme esa mañana.

No se ve a nadie circular por las calles, todo está en calma.

Parece que todos duermen, pero esa mañana todo el mundo está en pie. Hay mucha tensión contenida. Detrás de las ventanas cerradas de las casas, los corazones de la muchedumbre que abarrota Jerusalén laten con fuerza. También los fariseos están inquietos, aunque tienen guardias por toda la ciudad por si acaso.

Y es que los ojos del más de un millón de personas venidas para las fiestas están pendientes de un sepulcro, el de Jesús de Nazaret, ajusticiado el viernes pasado, porque había dicho que resucitaría al tercer día.

Nadie duerme allí, ¡como para dormirse esa noche! Todo el mundo está a la espera de las noticias. Pero nadie se mueve, como quien espera el inminente estallido del volcán cercano, o la señal para comenzar la revolución popular todo un pueblo que ha sido oprimido durante decenios.

Pero nadie hace un gesto que pueda delatarle. Todo el mundo está a la espera. Las calles siguen en calma aunque el sol ha comenzado a elevarse.

De pronto se escuchan unos pasos desacompasados que suben por una estrecha calle empedrada. Un curioso no puede aguantarse y abre unos centímetros una ventana de madera. Por la rendija entra la luz amarilla.

- Es una mujer -dice a los de dentro- que sube jadeando. Lleva el pelo suelto y parece que tiene prisa. Con una mano se agarra la falda para no tropezar.

Ella sigue subiendo y desaparece del campo de visión del curioso de la ventana, que se apresura a cerrarla. Se siguen escuchando sus pasos, cada vez más lejanos, y de nuevo el silencio.

Por fin la mujer se detiene frente a una casa. Llama a la puerta. Dentro, en penumbra, están varios hombres sentados en corro, como esperando. Al oír los golpes se sobresaltan.

- ¿Será la policía? ¿Quién será?

Uno se acerca a la puerta y con voz seca pregunta:

- ¿Quién es?

- Soy yo, María Magdalena.

Un inmenso chorro de luz entra por el hueco de la puerta abierta. A contraluz les dice:

- No está en el sepulcro.

Como si de una contraseña se tratara, Pedro y Juan salen corriendo hacia las afueras de la ciudad.

Juan llegó antes al sepulcro, pero se quedó a la puerta y no entró. Cuando Pedro hubo entrado en él, Juan miró hacia dentro. "Y vio y creyó"(Jn 20,8), dice él en su Evangelio.

¿Qué es lo que vio Juan? Vio que el sudario, una tela que se colocaba sobre la cara de los difuntos, estaba doblado aparte (señal de que no había habido ladrones, pues suelen dejar todo revuelto), y los lienzos -unas cintas grandes que envolvían una gran sábana- estaban "caídos". Juan se da cuenta de que están ¡caídos! No tirados en el suelo de cualquier manera. Están exactamente en el mismo lugar y posición en que los dejaron, pero sin cuerpo dentro.

Nadie los ha desenvuelto para sacar el bulto y volver a enrollar las cintas. No; son como un globo deshinchado. Y no hay agujeros. ¿Por dónde ha salido? ¡Se ha evaporado, se ha ido! No, no se lo han llevado... ¡Ha resucitado, según predijo!

Pedro sale despacio de dentro con cara perpleja, mira a Juan con cara seria y, a cámara lenta, a ambos les va cambiando la cara, como cuando a uno le dan la noticia de que ha aprobado todo el curso... ¡después de tanto sacrificio!; como cuando a una madre le comunican que su hijo que estaba en la guerra y no volvió en el tren con los supervivientes, le dicen que su hijo está ahí afuera...

Las caras de Pedro y de Juan se han iluminado. La sorpresa ha dado paso a la alegría; ¡Ha resucitado! ¡Jesús ha resucitado!

A partir de ahora todo será distinto. Ha comenzado la mayor revolución –de paz– que jamás ha existido: el cristianismo.

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