sábado, 14 de junio de 2008

Allí estabas tú (V)


7. Ayúdame, gracias

Para saber quiénes somos, lo mejor que podemos hacer es recordar de dónde venimos. Hace años tú eras un bebé, un niño o una niña. Observar a un bebé enseña muchas cosas: que él no se ha dado la vida a sí mismo. El cuerpo lo ha recibido de sus padres y el alma se la regalado Dios. Y es una vida muy frágil, que si no se tiene un continuo cuidado, se puede morir. Y hay que hacerle todo, no se vale por sí mismo para nada.

Pero, claro, ¿quién se acuerda de aquello si éramos muy pequeños? Sucedió hace tantísimos años... hace dieciséis o veinte, que ya nos hemos olvidado.

Este es un eterno problema de la persona humana, que tiene una capacidad rapidísima de olvidar. ¿Pero no te das cuenta de que si Dios mirara hacia otro lugar y se olvidara de ti, dejarías de existir? ¿Pero tan pronto te olvidas de lo que han hecho tus padres por ti, tantas noches, tantos días, tantos años?

Tan pagados estamos de nosotros mismos, que sólo hablamos de nuestros "derechos" y nos olvidamos de ayudar a los demás, que tantas veces nos han ayudado.

¿Alguien te preguntó al nacer si querías estar en la existencia? ¿Si querías ser persona humana o un animal de cualquiera de las otras especies, o si querías nacer en el siglo veinte o en un país desarrollado?

¿No te das cuenta que todo lo que sabes es porque otras personas te lo han enseñado y hasta el bolígrafo o el ordenador que utilizas alguien lo ha diseñado, otro fabricó el material, otro lo confeccionó, otro lo ha transportado...

Si algo es verdaderamente humano es la humildad. Y si algo produce pena es la falta de agradecimiento por los dones recibidos. Esto lo saben muy bien quienes están en las camas de los hospitales.

¿Quién soy yo? Alguien que vale muchísimo a los ojos de Dios. Pero no precisamente por lo que el soberbio se cree (que es más listo, más guapo y más alto que los demás), sino por algo que el mismo Dios nos da: la gracia divina.

Todo lo que tenemos es recibido, es don gratuito. Entonces, ¿de qué gloriarse?

Y, además, tenemos una misión que cumplir en la tierra, también puesta por Dios: vivir como hijos de Dios, cumpliendo Su voluntad. La grandeza del hombre consiste en su humildad, en procurar hacer no su voluntad -la del YO-, sino la de Dios: en obedecer a Dios.

Por eso el humilde cumple los Mandamientos.

No habla de sí mismo.

No se cree lo que hace.

No se asombra de sus errores.

Huye del peligro.

Escucha y aprende.

Ayuda a los demás y es amable (es querido).

Agradece a Dios y a los demás.

Pide ayuda.

Reza.

Sí, el humilde reza, acude a Dios, porque sabe que sin Él no sabe nada, no tiene nada, no puede nada, no es nada. Se ve a sí mismo como un niño, que todo lo necesita de su Padre Dios. Por eso existe en los libros de ascética un capítulo dedicado a la infancia espiritual.

La vida sobrenatural, la vida de la gracia es algo que sólo Dios da. Hemos de entender que la santidad es un don gratuito; que nosotros no nos hacemos santos a nosotros mismos, sino que nos hace santos Él, que es el tres veces Santo.

"Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da su gracia" (Sant 4,6); enaltece a los humildes, a los hambrientos de santidad los colma de bienes, y a los ricos, a los llenos de sí mismos, los despide vacíos (Cf. Lc 1,52-53).

El humilde sabe que toda la eficacia sobrenatural viene de Dios, y que lo que uno debe de hacer es poner todos sus talentos y ponerse a sí mismo -su libertad- al servicio de Dios. Obedecer, ser instrumento, dejarse llevar por el Espíritu Santo, esta es la grandeza del hombre.

No hay comentarios: