14. No sé hacerla
Hablar con Dios es muy fácil. No es otra cosa que estar de tertulia con Jesucristo, como hicieron los Apóstoles. Escuchar lo que Él decía y contarle lo que llevamos dentro: alegrías, penas, ilusiones, amistades, propósitos de mejora.
¿No tienes nada que contarle? ¿No tienes nada que pedir? ¿De qué hablamos con los demás? Pues con Dios lo mismo. Con confianza y con gran respeto, pues sabemos que es Dios.
Cuéntale las cosas de ayer, o los proyectos que tienes para estos días. Pero no le hables sólo de tus cosas, sino también de las suyas. De lo que te dicen a ti de parte de Dios.
¿Por qué no nos sale la oración? Porque a lo mejor no vamos -como Jesús fue al huerto-, a un lugar apartado, donde haya silencio. El silencio exterior es fundamental. Por eso en los días de retiro se puede escuchar bien a Dios.
A lo peor sucede que llevamos mucho jaleo y mucha música en la cabeza, cuando es en el silencio donde habla Dios.
Quizá porque no vamos a la iglesia o al oratorio, donde está Jesús sacramentado. Y a base de preferir otro lugar, acabemos pensando que la oración es pensar o imaginar, no un diálogo con otra persona con la que se ha quedado previamente.
Pero además la oración supone una actividad: quedar, fijar la cita, y una actividad intelectual. Para enriquecer nuestra oración es preciso trabajarla, llevar libros que nos hablen de Dios.
Pero, ojo, la oración no consiste en hablar de las cosas de Dios, sino en hablar con Él, de tú a tú: un diálogo. Por su parte, Él nos habla a través de la Sagrada Escritura, y a través de los santos. Es preciso anotar frases o propósitos, examinarse, recordar cosas que hemos visto u oído.
Si vamos a la oración a ver qué pasa, no pasará nada. Las velas del altar no se moverán, ni bajará un ángel con un dardo a inflamarnos el corazón. Y qué pena si, como los tres Apóstoles que estaban con Jesús en ese momento, nos dormimos en la oración... Luego no nos quejemos de que no entendemos al Señor, de que el ambiente está difícil, de que no podemos con la tentación... Sin oración se pierde el sentido sobrenatural.
Y una condición absolutamente necesaria: "No se haga mi voluntad, sino la tuya". ¡Cuántos van a la oración a que Dios les escuche y dirija las cosas para que se haga la voluntad de ellos: que me cure, que apruebe el examen, que me toque la lotería... Eso está bien, pero no es oración perfecta.
La verdadera oración recorre el camino inverso: Hágase tu voluntad en mí; es decir, que yo me entere de lo que Tú quieres y yo haga Tu voluntad. Como la oración de María: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).
Sí, es bueno que le digamos a Dios nuestras necesidades, pero hemos de aprender de Jesús en el huerto a cumplir la voluntad de Dios sobre nosotros.
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