lunes, 16 de junio de 2008

Allí estabas tú (VII)


III. SAN PEDRO

9. Historia de un santo

¿Y quién lo iba a decir de ti, Simón, el hijo de Juan?, se pregunta la suegra de Pedro. Yo que conozco a tu madre y a toda tu familia desde toda la vida, que te veía jugar en el pueblo y que ya me preocupé yo de que te casaras con mi hija... ¿Quién te iba a decir a ti, que eras un pescador, que te iban a construir una Basílica en Roma, con una Plaza tan grande y que toda la cristiandad estaría mirando la fumata blanca cada vez que eligieran a un sucesor tuyo?

¿Quién era ese Jesús que ha armado tanto revuelo histórico; y qué era esa Buena Nueva que ha hecho cambiar de esquema al mundo? ¿Y qué tenías tú que no tuvieran los otros del pueblo para que Él se fijara en ti y te hiciera Papa?

La verdad es que mi vida, podría contar Simón, era de lo más normal: yo salía a pescar un día y otro, echaba las redes, las recogía y, luego en el puerto, las extendía para recoger los peces, y después nos íbamos a la taberna...

No sé porqué siempre se me pinta calvo y con barba. Así era yo al final de mi vida, pero cuando hablábamos con Jesús no llegábamos ninguno de los amigos a los treinta años.

Recuerdo cuando Jesús empezó a predicar como Maestro y nos dijo que Le siguiéramos.

Y Le seguimos porque había algo especial en Él. No sólo era muy amable y decía la verdad que cada uno necesitaba -¡era un gran amigo!-, sino que había en Él algo especial, no sé si me entiendes. Jesús era muy humano, pero también muy sobrenatural; infundía como un respeto sagrado. Jesús era, en este sentido, distinto a cualquier otro hombre que había conocido.

Sí, los otros y yo Le seguimos. Entonces empezó una aventura apasionante. Si quieres que te diga la verdad, con Jesús la vida era muy normal, no es que estuviera a todas horas haciendo milagros, pero a veces era desconcertante. Por dos veces sacamos miles de panecillos y de peces de una bolsa, le vimos andar sobre las aguas, y calmar tempestades. No ocurría todos los días, ya te digo, pero tampoco era infrecuente.

Estábamos asombrados. Y lo comentábamos entre nosotros. Sabíamos que con Él estábamos seguros ya fuera ante las inclemencias del tiempo como ante la borrasca de los envidiosos. Porque, asómbrate, los abogados y los sacerdotes de aquel tiempo se pusieron a la contra de Jesús. Incomprensible, porque Él no hacía mal a nadie, y decía unas cosas sobre Dios impresionantes. Por eso también nos empezaron a amenazar a nosotros.

Y Él lo que nos pedía, sobre todo a mí, era que tuviéramos fe. Que nos fiáramos de Él, y que si teníamos fe haríamos las cosas que Él hacía. Una lección que a mí me costó bastante aprender. Una vez, después de una pesca milagrosa tuve que decirle a Jesús "Apártate de mí que soy un pecador" (Lc 5,8).

Porque, a veces, a Jesús yo no le entendía, como os sucede ahora a vosotros; no comprendía que Él fuera a morir en la Cruz. ¿Morir? ¿Jesús? Imposible. ¿Y además en una cruz? "Ni se te ocurra, Señor", vine a decirle. Pero Jesús tenía otros planes.

De verdad, que a veces no le entendíamos: era sorprendente. Y nos equivocábamos, y yo tenía que pedirle perdón: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que yo te amo"(Jn 21,17), como cuando la gente se confiesa.

"¿Y aquella vez en el Tabor? ¿Te acuerdas?", podría recordar Pedro a Santiago y a Andrés. ¡Qué bien se estaba allí! Porque, la verdad, ¡qué bien se estaba con Jesús! ¡Cuántos ratos de tertulia! Jesús...; no habían conocido a nadie como Él.

Sí, pero la verdad es que ya le costó a Jesús enseñar a sus Apóstoles; enseñarles a que hicieran Su voluntad, la voluntad de Dios. Sin embargo, ellos fueron aprendiendo; y entre el amor que le tenían y el sentido sobrenatural que fueron adquiriendo, fueron capaces de decir, como San Pedro: "Daré mi vida por ti" (Jn 13,37).

Y él la dio. Murió crucificado boca abajo por Cristo en el circo de Nerón, y después su cuerpo fue enterrado a pocos metros del circo, ahí en la falda del monte Vaticano.

Él no sabía ser San Pedro, él no hubiera podido serlo, pero fiado en la palabra de Jesús y con la asistencia del Espíritu Santo, que recibió el día de Pentecostés, fue lo que fue: un santo.

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