jueves, 26 de junio de 2008

Allí estabas tú (XV)


17. Morir una vez

Aunque sea algo insólito para la gente joven, aunque parezca mentira, en la tierra estamos de paso, y un día nos marcharemos. Dentro de doscientos años -que está ahí al lado- la tierra estará poblada por otros inquilinos.

Si no fuera un hecho incontrastable, nos costaría aceptar ese hecho. Y es que el género humano no iba a gustar el amargo trago de la muerte. Pero el pecado original cambió las cosas. La muerte es una penitencia por el pecado original, y por eso todos morimos, porque nacemos con esa marca.

Si se piensa en ella, sobrecoge. Si no sobrecoge es porque no se considera lo que es: el arrancarse el alma. Muchos no quieren pensar en ella, viven de espaldas a las realidades eternas, para vivir a su manera y no pensar, para no tener que cambiar de vida.

Pero ahí está la realidad. Ahí no cabe ser listo, avispado, tener influencias... A todos, un día, nos meterán bajo una losa fría donde ponga: «Aquí yace...».

Y aquellos ojos que veían el prodigio de la luz y los colores, estarán secos.

Y esos oídos que escuchaban la maravilla de la música, rotos.

Y aquel cuerpo ágil, que se movía con gracia, rígido.

Saltan inmediatamente las conclusiones:

Estar preparados, vivir con la mirada puesta en la eternidad: "Es tan sutil el diafragma que nos separa de la otra vida, que vale la pena estar siempre preparados para emprender ese viaje con alegría" (San Josemaría Escrivá, Ficha escrita el 22-V-1975, citado por Mons. A. del Portillo en Una vida para Dios).

Las decisiones que tenemos que tomar hoy no dejarlas para mañana. Ninguno tenemos asegurados los próximos cinco minutos. Así no mañanearemos con Dios. Hay gente que siempre aguarda un mañana para cambiar de vida, un mañana que nunca amanece, nunca es el día propicio para tomar decisiones que comprometen la vida.

Y colocar cada cosa en su lugar.

El día en que nacimos nos subimos en esta movediza plataforma del tiempo. Nuestra vida, en cierto sentido, es sagrada. Por eso son momentos sagrados, que nos hablan de Dios, el primer segundo de nuestra vida y el último, en el que nos bajaremos del tiempo.

"Nuestra vida entera ha de ser el sacrificio ofrecido a Dios en unión con el de Nuestro Señor en la santa Misa. El momento cumbre de la Santa Misa es aquél en el que el sacerdote dice: Hoc est Corpus meum. Y el momento cumbre de nuestro sacrificio es el de la muerte, cuando también tengamos que decir: Hoc est corpus meum. «Este es mi cuerpo, Señor, el cuerpo que me diste y que ahora me quitas»"(R.A. Knox, Ejercicios para seglares).

Vale la pena que vivamos siempre con esta actitud de ofrenda a Dios Padre, como Cristo en la Cruz, y podamos entregar el cuerpo y el espíritu como hizo Él, diciendo: Consummatum est, cumplí en mi vida todo lo que tenía que hacer.

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