lunes, 30 de junio de 2008

Allí estabas tú (XIX)


VII. LOS FARISEOS

21. Jesús da la cara

Jesús se ha quedado solo. Todos se han marchado. Se ha demostrado que muchos Le habían seguido por motivos humanos, porque encandilaba con sus palabras, porque solucionaba problemas, porque parecía que les libraría del yugo político.

Otros sí tenían unos motivos sobrenaturales, se fiaban de Él, pero ya se vio que hasta cierto punto.

Pedro, que había prometido dar su vida por la de Jesús, sacó una espada, una pistola, y quería arreglarlo a tiros. Pero Jesús cortó de raíz la violencia. Y mira a Pedro lanzándole la misma pregunta que a Judas: "¿A qué has venido?, ¿por qué me has seguido?; mi Reino no es de este mundo".

Era el colmo, ¡dejarse prender! Y todos huyeron. Hay que estar loco para dejarse pillar.

El Señor quiere que nos planteemos el motivo por el que Le seguimos. ¿Por qué soy cristiano? ¿Porque el ambiente entre los cristianos es bonito, porque somos muchos, porque ser católico está bien visto...?

Cuando todo iba bien, la gente Le seguía, todos se colocaban cerca suyo para salir en la foto, en los cuadros de Caravaggio, de Tiziano, de Rafael... Ahora, en el momento malo, en la hora de la persecución, se demuestra quién ha entendido el cristianismo.

"Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y calumnien por mi nombre..." (Cf. Mt 5,11).

Y San Pedro: "Que ninguno padezca por homicida o por ladrón, o por malhechor o por entrometido; mas si por cristiano padece, no se avergüence, antes glorifique a Dios en este nombre" (1 Pe 4,15-16). ¿Hasta qué punto estás dispuesto tú a dar la cara por Cristo? ¿Hasta el martirio? Porque "la caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio supremo del martirio"(Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n.89).

Y pasan ante nuestra memoria los cientos de cristianos y cristianas crucificados, embadurnados de pegamento y encendidos, alumbrando las calles de Roma por donde paseaba de noche Nerón.

Y pasan por nuestro recuerdo los millares de martirizados en Uganda, en China, en los campos de concentración...

Al estallar la Guerra Civil española en 1936, había en la Diócesis de Barbastro ciento cuarenta sacerdotes. Los comunistas y anarquistas les buscaban, hasta con perros de caza que olfateaban el rastro, para darles muerte, sólo por el hecho de ser sacerdotes.

Consiguieron matar a ciento catorce sacerdotes, así como al Obispo -después de torturarle-, a cinco seminaristas, cincuenta y un misioneros del Corazón de María, nueve padres Escolapios y dieciocho monjes benedictinos.

El capellán de la ermita de Torreciudad era entonces Don José Muzás. Decían de él que era un sacerdote extraordinariamente piadoso y bueno. Desde pequeño tuvo la ilusión humana y la vocación divina de ser sacerdote. Era la alegría de su casa, la ilusión de su madre.

Mosen Muzás se escondió en los montes cercanos a Torreciudad. Pasaron los días y para poder sobrevivir, el día 20 de agosto se acercó al pueblo cercano de Graus. Cuando llegaba por el camino, los milicianos le dieron el alto y le pidieron el salvoconducto.

El sacó un crucifijo que llevaba en el pecho y dijo:

- Este es mi salvoconducto para ir al cielo.

Lo llevaron a la cárcel del pueblo y al día siguiente por la noche lo fusilaron en el cementerio (Santos Lalueza, Martirio de la Iglesia de Barbastro).

A los cristianos se nos llama "los fieles" precisamente por eso, por nuestra fidelidad a Cristo, a su doctrina. Somos fieles a nuestra palabra dada.

"Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios" (Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n. 93).

Jesús, después de haber invitado a sus discípulos a que Le siguieran, les puso a prueba su fidelidad. Cuando prometió la institución de la Eucaristía muchos Le abandonaron, porque les parecían duras aquellas palabras. "¿También vosotros queréis marcharos?", le dijo. Y no Le dejaron, porque sólo Jesús tiene palabras de vida eterna.

En el Huerto de los Olivos se ha vuelto a poner a prueba su fe y su amor, a ver si son capaces de dar la vida por el amigo. Y Le han dejado.

Los alguaciles llevaron a Jesús delante del Sumo Sacerdote, y éste, a su vez, Le puso entre la espada y la pared: "¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios vivo?"

Hubiera sido muy fácil, muy fácil haberse hecho el loco, decir que había sido una manera de hablar... Jesús hubiera salvado su vida. ¡Pero es que Jesús era –es– el Hijo de Dios!

No tenía miedo a la verdad aunque le acarreara la muerte.

Para que comprobaran que estaba en su sano juicio y que sabía lo que estaba diciendo, añadió: "Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo" (Mt 26,64)

La cara de Caifás, y la de los otros, palideció. Ellos sabían qué les decía, pues eso estaba profetizado por el profeta Daniel. Pero ellos no querían un Mesías así, querían otro, un libertador político.

Fue un momento de tensión. De pronto, la cara de Caifás enrojeció con el reflejo del infierno e hizo un gesto teatral para romper el encanto que habían dejado las palabras de Jesús en el ambiente: se rasgó las vestiduras.

Entonces, uno, un cualquiera, se acercó a Jesús y le dio una bofetada.

Fue el detonante de la Pasión.

Hasta ese momento nadie ha puesto las manos sobre el Señor, nadie se ha atrevido.

Acaban de golpearle y el Sumo Sacerdote no ha dicho nada, ni Jesús le ha lanzado un rayo que le destroce.

A partir de este momento, todo el que lo desee Le puede golpear. ¡Le he pegado y no me ha pasado nada! Lo que siempre dice el pecador...

Golpear, ser cruel, hasta matar, es una manera de acallar la propia conciencia, de demostrarse uno a sí mismo que tiene razón, de que puede a la verdad, porque la verdad no se revuelve contra él...

... de momento.

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